Entonces Chapín, en la carretera
que serpentea el Valle de Agaete,
era una finca de cultivos tropicales en
explotación con una casa junto al cafetal, que
tenía por vigía una palmera. Allí, un 2 de enero
de 1945, vino a nacer Lorenzo Godoy y en aquel
patio de flores, bajo el emparrado, dio sus
primeros pasos antes de que su familia se
trasladara al casco urbano de la villa marinera.
Su infancia y adolescencia transcurrieron en un
ambiente cultural bastante intenso para el Agaete
de la época, donde la actividad teatral, plástica
y musical llenaban lo cotidiano y propiciaron el
desarrollo de una personalidad transgresora con
las normas que le impedían crecer y avanzar y que,
sin saberlo, le había iniciado en el
grand jeté
que fue su vida donde, su mente sin
fronteras, planearía más allá de su cuerpo hasta
el final de sus días.
Fue así como en su adolescencia lo encontramos en
Las Palmas de Gran Canaria recibiendo clases de
danza con el maestro Gerardo Atienza y
participando de figurante en la puesta en escena
de The Médium, de Menotti, en el Teatro Pérez
Galdós en la que Lucy Cabrera, otra agaetense
insigne, protagonizaba la obra. Era la primera vez
que pisaba unas tablas profesionales y,
probablemente, el momento en que la magia de la
escena se apodera de él para siempre.
Contaba el año
pasado por estas
fechas lo que
significó la
figura de
Lorenzo Godoy
para la danza en
Gran Canaria
durante las
décadas de los
setenta y
ochenta del
siglo anterior.
Decía entonces
que quién mejor
que Agaete, el pueblo que le vio nacer, para
reivindicarle en este veinte aniversario de su
muerte, desde la sociedad civil en la que todavía
creo como promotora de iniciativas y proyectos.
La aproximación al patrimonio
dancístico que nos legó nos sorprende a poco que
indaguemos en él. Es así como cae en nuestras
manos el proyecto para la creación de la Escuela
Regional de Danza y la Fundación Amigos Canarios
de la Danza que, salvando los desajustes propios
del tiempo y la legislación vigente, entiendo que
fuera un visionario que, en aras de la danza, se
negó a descender de la utopía. Sólo a alguien que
amaba la danza como él se le podía ocurrir hacer
región a través de ella como ya lo hiciera el
Festival de Música de Canarias. Sólo un quimerista
como Godoy se atrevió a plantear en Canarias un
modelo al estilo del que se impartía en el
Instituto del Teatro de Barcelona y en el
Conservatorio de Madrid, si bien, leyendo el
proyecto y, sin causticidad, me atrevería a decir
que dados los vientos que soplan, pudo haber sido
y no fue más antes que ahora.
Cuando se cumple
el veinticinco
aniversario de
la muerte del
bailarín de Agaete
Lorenzo Godoy, no puedo por menos que reflexionar
sobre el destino de su patrimonio y el ambiente
dancístico que se vivió en Gran Canaria en las
décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado,
en el que Lorenzo tuvo mucho que ver. No es sólo
su vida y obra las que me inducen a esta
reflexión, cuyo trabajo tendrá que desarrollar la
futura asociación que en breve verá la luz, sino
también los entornos de un pueblo que ha hecho de
la danza (porque qué es La Rama si no) un símbolo
de identidad y de catarsis colectiva extensible al
resto de la isla y de una capital, Las Palmas de
Gran Canaria, catalizadora del acontecer cultural
isleño.
Sólo un pueblo como Agaete que
convoca masivamente a la danza cada cuatro de
agosto, podía parir hace sesenta y cuatro años un
elemento díscolo y transgresor como fue Lorenzo
Godoy, cuyas raíces se pierden en la historia e
intrahistoria que subyacen en el carácter de su
gente, cuya práctica vocacional es el arte de lo
efímero en concordancia con la vida activa de un
bailarín sobre las tablas. En ese concepto de
pertenencia por parte del bailarín y de posesión
por parte de la colectividad, cuyo principio y fin
acaban en Agaete por ambas partes, se entrecruzan
sentimientos que aún con afectos recíprocos,
parecieran diferentes por mor del tránsito en
diferentes espacios y niveles de comunicación,
imprescindibles para la formación y desarrollo de
cualquier profesión y más la de bailarín cuyo
período de esplendor, y Lorenzo lo tuvo,
transcurre fugazmente y en ocasiones fuera del
espacio isleño.